En La Lechuza basta con un teléfono público, unas supersticiones llenas de poesía y un ansia irrefrenable de vivir. Eso sí: «Al cuello de cada hombre hemos atado un ave», se nos advierte. La joven Amanda mira el paisaje desde un alto algarrobo y va guiándonos por un laberinto de historias pequeñas pero intensas, con el acento en los conflictos femeninos. Las aves, acertado leitmotiv, entran y salen con naturalidad de las vidas de los habitantes del poblado. Allí aún las leyendas se cuentan sin saber que son leyendas, el mito no ha sido aplastado por la civilización, y el totemismo no ha devenido alegoría literaria. Heredera del mejor realismo mágico, la novelista se acerca a los caminos del relato lírico y del costumbrismo más refinado para invitarnos a vivir en comunión con la naturaleza, a reivindicar la pureza primigenia del hombre y a presenciar el estallido del amor por todos los rincones de la Tierra.